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Nuestro Heráclito se dio a conocer por su inteligencia profunda, tanto que sus contemporáneos le llamaron el Oscuro. Heráclito el Oscuro, sí señor. ¿Y porqué? Escribía en aforismos y sentencias difíciles de entender. Era de una familia muy noble pero no quiso aceptar cargos públicos, criticando de paso a todo bicho viviente, «pues malos testigos son para los hombres los ojos y los oídos cuando se tiene el alma bárbara». En una sociedad proclive a meter a los dioses, desde en la guerra hasta en la cocina, nuestro Heráclito negaba ya la existencia de dioses. «Este mundo ninguno de los dioses lo ha hecho, sino que existió siempre, existe y existirá en tanto que es fuego siempre vivo». En ese sentido pensó, acaso con buena puntería, que los hombres no deben defender la ciudad con la fuerza bruta de los ejércitos sino con la inteligencia de las leyes. Vano esfuerzo para nuestro protagonista. Enfadado con todos y con todo, —«el mejor de los mundos es un montón de desperdicios arrojados al azar»—, se retiró como un ermitaño para alimentarse de plantas y de lo que buenamente le ofreciera la naturaleza. Cuentan que cuando alguien le preguntaba algo interesante, respondía: «Un momento, voy a consultarme». Él era así.
Texto de Antonio Hurtado
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